Cuestión de educación…

Estoy convencido que la educación se encuentra bien repartida por nuestro mundo. Conozco animales que van sobrados de ella, personas que la irradian con equidad e incluso queda espacio para familias que la dispersan y esparcen por doquier, haciendo verdadero elogio de su iniquidad. Yo que me tengo por persona observadora, les aseguro a ustedes que no hay más que echar un ojo, en la cotidianidad de nuestras costumbres, para corroborar lo que les cuento. Es fácil encontrar referencias que confirmen ese reparto tan díscolo conque aparece la educación en nuestra vida. Es así sencillamente, como espero demostrarles, pues educa quien quiere, no quien puede. Voy con un ejemplo; sólo uno, por aquello de que para muestra nos baste un botón.

Un sábado o cualquier domingo, tiene lugar, con mayor asiduidad de la deseada, esta escena que describo. Protagonista, una familia, común, normalita, de las que abundan: un matrimonio y sus correspondientes churumbeles. El restaurante, cualquiera de esos que gustan porque te tratan bien y además se come. Acostumbro a visitar este tipo de bistró, con mi esposa, porque es donde se consigue saborear la sencillez. Bien pues ahí, ahí mismo, situamos la escena. Nosotros, acabamos de llegar; nos encuentran aún deleitándonos con la decoración de la sala y ojeando la carta. La familia, esa de la que les hablaba, llega enseguida y ocupa la mesa contigua que evidentemente, es de cuatro. Sus pequeños infantes, parecen muy graciosos desde el mismo momento en que entran, pues no tardan en ganarse al personal con muecas, sonrisas y cuantas carantoñas pueden ser ustedes capaces de imaginar. Las hicieron todas, todas, seguro; derrochando cordialidad, hasta que el maître con su llegada, consiguió igualarlos en simpatía. Les saluda y atiende vistiendo una sonrisa con la que parece dispuesto a ganárselos también a ellos (hasta aquí, nada que objetar, pues ésta siempre debe ser la máxima del servicio).

Al lado opuesto del comedor, otro matrimonio, sin hijos, los están ya sentando, esta vez, en silencio. Me llama la atención que la señora lleve dos bolsos. Descuelga ambos al mismo tiempo y los deposita, uno en el respaldo de la silla y otro a sus pies, en el rincón. El primero es muy llamativo, a la moda, de vivos colores y tamaño espectacular, como no podía ser de otro modo. El segundo, en cambio, se me antoja más recogido y discreto, si bien destaca en su cierre superior una arpillera, de color opaco, a juego con los tonos del bolso. No parece nada corriente, aunque sí he de reconocer que es bien discreto.

Como nos gustan los niños, aquéllos, los angelitos, arrastran por completo nuestro interés, y la conversación. Nos llama la atención, con qué rapidez han sido capaces de colonizar el espacio de las mesas colindantes a la de sus absortos papás. A ellos no les molestan, a juzgar por el feeling que ambos tienen con el móvil: lo devoran a dos manos y dos ojos. Pleno al cuatro. Los pequeños, por su parte, al carecer de tecnología, parecen estar más interesados en el jugueteo a ras de suelo.

Llega el primer plato. Para ellos, porque el nuestro ya lo hemos saboreado, en alterna conspiración con las miradas furtivas al exterior. Mientras esperamos el segundo, me llama la atención que al matrimonio del otro extremo, el maître le está tomando la comanda, más atento a lo que sucede en la sala que a sus deseos culinarios. Todo normal, nada que destacar, aunque confieso mi intriga por saber qué será lo que guardan en el segundo bolso. Lo ojean con frecuencia, quizás más de lo usual, así que no dejo de buscar indicios que satisfagan ésta, mi curiosidad.

Pero no puedo. Me distraigo sin querer. Los retoños que me han tocado como vecinos de mesa, concitan mi interés, como si los tuviera con un soga atados a mi cara. No puedo despegar mi atención de sus andanzas. Sorprendido, porque el nivel del juego, lo han subido de altura y el tono de la voz también, de modo que el salón y alguna que otra mesa, están ahora convertidos en su improvisado patio de juegos. Las sillas, ejercen de obstáculos, en una carrera que ya me parece absurda, aunque a ellos da la impresión de estar divirtiéndoles. Y digo me parece, porque el comentario de mi esposa, consigue hacerme caer en la cuenta de la habilidad que presenta la madre de los juguetones, para hacer diana, clavándoles una cucharada en toda la boca, sin despegar su mirada del display. Lo que eligieron debe ser muy sabroso, o al menos gustarles, porque la niña se relame cada vez que engulle uno de esos ataques que le lanzan. Ellos a lo suyo. Parecen sordos pero no mudos. Resuena un grito feroz de “estaos quietos” y… con las mismas, cada uno a lo suyo. De ese modo, el primer plato queda debidamente resuelto: sus padres a la faena y los infantes, campando a sus anchas, que tienen que demostrar lo alegre y feliz que es la infancia. Sin querer, cruzo la mirada con el maître, pese a lo cual, él no me ve, pues los está escrutando con ira contenida, lo que le hace ir perdiendo poco a podo la compostura y transformándolo primero en camarero y luego en iracundo sujeto, incapaz de comprender lo que le está sucediendo… (hace ya un buen rato que se esfumó su sonrisa profidén), .

En el lado opuesto, el matrimonio del silencio, sigue pendiente del bolso, que ahora sí, me deja entrever su contenido. O así lo interpreto por la blancura de una pelambrera: el perrito, como todos nosotros, quiere saber qué es lo que está sucediendo fuera. Dulce, tierno infante también él, pero sometido al rigor que imponen el respeto y la buena educación. Ni mu (perdón, quise decir, ni guau) ha dicho, aunque ya no pierde de vista a su dueña, en espera de que le pueda explicar lo que sucede. Ella se limita a corresponder con un gesto de silencio… El personal, por su parte, está tan pendiente de la guerra de los botones, que la sufren con resignación, ajenos a todo lo que es su entorno. Ni se han percatado de su presencia.

De modo que, resuelto o quizás saturado por el desconcierto de la situación, pido un par de cafés (el recurso del postre rápido, disimulado, para que no parezca que quiero hacer un mutis por el foro) y con enorme habilidad, pido la cuenta en la misma tirada. Mi esposa, que en eso es una lince, confirma la rectitud de mi decisión con una leve caída en su mirada: necesitamos salir a respirar, pues los pequeños, ya invaden incluso nuestro espacio vital, si bien, con parsimonia y laxitud, su padre es quien pone orden y nos colma de gratitud, al explayarse en un… “dejar tranquilos a los señores…”. Esta vez, quien “pasa” de ellos, es su madre, la madre que los parió.

perritoAsí que como podrán suponer, raudos y veloces, tomamos el café poniendo cuanto antes, tierra por medio. Y allí dejamos al resignado matrimonio, a su curioso perrito, a los padres ilustrándose y a sus pequeños, saturando la paciencia del personal y todo el mal rollo que se pudo generar en un momento.

Eso sí, nuestro paseo se relajó, con la conversación. Ambos coincidíamos, como estoy seguro que puede suceder con ustedes, en el corolario de la escena: todo es cuestión de educación. La familia, siempre educa. La familia, educa a los suyos. Sean niños o perros, estoy convencido que da igual; es cuestión de saber y querer educar. Así que no alcanzo a entender cómo permiten a ciertos pequeños, entrar a un restaurante, un lugar de solaz y deleite, higiene y respeto, en lugar de prohibir, casi sin fundamento, la entrada a niños mal educados. Ay, perdonen, que lo he debido decir al revés. Algún lapso de mi inconsciente, que sabe que prefiero a los perros que, recibiendo una educación igualmente válida por parte de sus progenitores, son capaces de comportarse y estar respetuosos e higiénicamente cautos, en cualquier lugar público; todavía hay quienes no entienden que hacen mayor mérito para entrar y compartir la mesa, el comedor y casi hasta la comida,…. porque no salen de su bolsita. ¡Ay, angelistos!¡Cómo me gustan, estos animalitos cuando están tan bien educados! Y miren que, como les digo, me gustan los niños.

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